«En aguas del Mediterráneo se hunde un Titanic sigiloso y cutre cada poco tiempo, docenas y docenas de Titanics con su triste carga de Di Caprios anónimos, Di Caprios famélicos, Di Caprios de piel negra, miles y miles de hombres, mujeres y niños. La millonaria Kate Winslet ya no viaja a bordo, toma el sol tumbada al sol en las playa de Italia y de España, convenientemente horrorizada por esa cíclica tragedia que la estremece lo justo para recordarle el valor y el sabor de la vida. Por lo demás, Kate Winslet, en el papel de Europa, hace los mismos gestos que la joven heredera subida a su barca, llora un poquito por el muerto mientras lo aleja hacia las profundidades, con una pelota de goma a ser posible. Luego, la subida de los tipos de interés, la crisis griega, el peligro de la inflación, un avión estrellado en medio de los Alpes o un niñato asesino con una ballesta reclama su atención hasta el próximo naufragio.
El hundimiento del Titanic profetizó el siglo que se avecinaba por varias razones, desde la soberbia tecnológica hasta la orquesta que puso banda sonora a la catástrofe, y no fue la menor el hecho de que la repercusión mediática de la noticia – su tratamiento en la prensa de la época, en la literatura y en el cine – adoptase la perspectiva de una tragedia de clase alta. Hoy los Titanics que cruzan a rastras el Mediterráneo no son altivos trasatlánticos de primera clase sino viejos pesqueros sobrecargados y fletados por las mafias, humildes pateras y gabarras desarboladas. Ya no los hunde un iceberg a la deriva sino el hacinamiento, el exceso de pasajeros, el hambre, el pánico, la codicia de los traficantes, la abulia criminal de esta Europa anémica cuyos valores de libertad, igualdad y fraternidad hace mucho que naufragaron en el océano de los índices
Mientras tanto, y como recordaba Lorca, el mar es el único que recuerda de pronto el nombre de todos sus ahogados.»
(Daqui.)
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